Sábado, 7 de Octubre de 2023
Crónica: José Luis – Entra y disfruta de la experiencia vivida.
(José Antonio, Inma, Domingo, Migue, Loli, Carmen, Mª Luz, Migue, Mª Sagrario, Ángel, José Luis, Mati, Luis, Rafi, Jesús, Mati, Mariano, Reyes, Nala)
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Fotos de la Peña Andarina
DESCRIPCIÓN DE LA SALIDA
Canillas del Aceituno – Puente colgante del Saltillo – Mirador de los Pozuelos – Barranco del río Almanchares
La segunda salida oficial de otoño de la egregia peña Andarina nos llevó el sábado 7 de este octubre caniculero al pueblo ajarquieño de Canillas de Aceituno. Es una de las pocas veces que traspasamos los límites provinciales. Partimos a eso de las 8,30 desde donde siempre en una flotilla de cuatro coches que transportaba a catorce audaces andarines y andarinas, dirección sur hacia la costa y continuación hasta Vélez-Málaga. Desde esta localidad nos adentramos en la comarca de la Axarquía por una carretera secundaria, dirección Alhama, bordeada por amplios campos de aguacates, chirimoyos y mangos. En hora y media desde Granada llegamos al pequeño pueblo malagueño de Canillas de Aceituno, donde se nos unieron Luis y Mati, más Domingo e Inma y su perrilla.
Ya en 2020 otra expedición andarina tuvo este mismo destino, punto de partida para el asalto al techo de la provincia vecina, el pico de La Maroma, a 2.066 msnm (más bajillo que el Trevenque: en otras cosas no, pero lo que es en altura, a los boquerones les damos sopas con honda). En aquella ocasión hubo un cisma en la treintena de peñistas que se apuntaron, la mitad subió al pico Tejeda que da nombre a la serranía, mal llamado La Maroma, ascensión muy exigente y deslomadora (casi 1.500 metros de desnivel), y la otra mitad quiso ir mientras tanto al Saltillo, pero un cartel de “cerrado por obras” les impidió acercarse a su objetivo. De todos los pormenores de aquella salida (15 de febrero de 2020) hay en la web de la peña una estupenda crónica escrita con muy buena pluma por nuestra querida Ana, que fue una de las que hicieron cima.
Estaban en esos momentos dejando el paraje tal como nos lo hemos encontrado en esta excursión de tres años después, con su atractivo puente colgante y un camino fácil, a ratos sobre repisas protegidas con barandas sobre grandes cortadas que tanto gustan, sobre todo a la infancia, y que ha hecho que esta ruta vaya siendo cada vez más popular y que se corra la voz de que es como el famoso Caminito del Rey, pero de gratis, lo que también trae el gran inconveniente de que dentro de poco esto se va a parecer a nuestros Cahorros cualquier día del año. Las últimas salidas peñistas se han caracterizado porque hemos caminado en soledad, mientras que esta vez hemos estado casi siempre rodeados de contingentes de personal vario: otras peñas andariegas, familias enteras con perro, parejas y tríos de guiris y de autóctonos… El recorrido lo merece. Es espectacular. La vista a la Axarquía que se ofrece la integran pequeñísimos pueblos blancos, cuyos nombres ignoro, que salpican las laderas de las montañas que en distintas sucesiones cierran el camino al mar, que no se ve pero se adivina allá a lo lejos. Y conforme nos vamos internando en el valle del río Almanchares, impresionantes cortadas en vertical jalonan nuestros pasos.
A eso de las diez estamos ya en Canillas, pueblo blanco bien espercojao (en granaíno castizo) de cara al turismo, gran parte del mismo, senderista. Aparcados los coches en un subterráneo gratuito a la entrada de la población, una señal en la plaza que se ha hecho sobre ese aparcamiento, abierta a amplias panorámicas y dotada de mingitorio público, dice que por la izquierda y a 3,7 km está El Saltillo. Enseguida abordamos una cuesta bastante empinada, pero corta, y muy pronto estamos caminando por una cornisa al lado de una pequeña acequia. Durante un trecho largo apenas hay desnivel y se anda muy cómodamente, pasando junto a una alberca con poquísima agua. Pero como a eso de dos kilómetros hay que subir al nivel superior por el que discurre otra acequia, ésta entubada. Ésa es toda la dificultad por ahora. Ya, hasta llegar a la altura del puente colgante caminaremos siempre por terreno llano.
Vamos andando entre viejísimos olivos (yo diría más bien acebuches, porque la mayoría no tienen fruto o éste es raquítico), quizá los que dan nombre a esta localidad. Más adelante discurrimos entre pinos de repoblación. En otros tiempos estos montes estuvieron poblados de moreras, cuando la industria sedera de los musulmanes era la principal fuente de riqueza del reino nazarí de Granada.
A los tres kilómetros de recorrido llegamos al sitio estrella de la excursión el puente colgante del Saltillo (70 metros sobre el cauce del Almanchares), que se ve allí abajo con su estructura metálica de cables y mallas y su piso de listones de madera ensamblados. Hay una bajada de escalones irregulares y bastante empinada, como de unos setenta u ochenta metros de desnivel. Aquí me siento una especie de Paul Anka redivivo (Put your “hand” on my shoulder, se me viene al magín) y mis hombros se convierten en báculo de la camarada Reyes y sus rodillas maltrechas, que por miedo al dolor decía que no iba a bajar, pero finalmente lo hace con todos en lugar de quedarse en ese lugar a esperar el retorno de la expedición andarina, como era su primera intención.
Los lugareños están satisfechísimos de tener el tercer puente colgante más largo de España -dicen-, de 54 metros de longitud, pero otra vez les ganamos a los boquerones (¡digo, habrase visto!) porque el de los Cahorros mide 63. El balanceo del puente asusta bastante a la andarina Nala, que lo cruza en brazos de sus dueños. Y es que atravesarlo es lo más parecido a lo que servidor experimentaba cuando en su juventud rockera volvía a casa de madrugada, día sí y día también, con una buena ración de destilados en vena. También me recuerda las travesías hasta Melilla en aquellos cascarones-ferrys, el Vicente Puchol o el Antonio Lázaro, que desde Málaga o Almería y entre regurgitaciones lo llevaban a uno a servir al Rey en tierras africanas.
Al otro lado del puente se inicia el camino montañero hacia Sedella, otro pueblecillo de por aquí, pero esta senda es en extremo empinada y hasta peligrosa, con abundantes zonas que, aunque se han dispuesto cadenas fijadas a la roca para agarrarse, un mínimo tropiezo o resbalón puede ser fatal. Sólo ocho emprendemos la subida por este sendero; «-No nos esperéis, seguid, ahora nos vemos», decimos a los demás, que tras un descanso vuelven a cruzar el puente e inician la subida al sendero que hasta aquí nos trajo. Los ocho de la fama trepamos penosamente un desnivel de algo más de cien metros hasta llegar a un mirador y extasiarnos con las amplias panorámicas de la comarca, y tras un breve descanso descendemos por el mismo camino y cruzamos el puente para subir a la vereda y seguir en pos del resto de andarines.
El siguiente destino, a algo más de un kilómetro, donde ya nos reunimos todos nuevamente, es una serie de tres pequeñas pozas hechas a distinto nivel en el cauce del río, en el lugar en que las dos paredes de la garganta parecen besarse. En otra época del año seguro que en este lugar el río ofrecerá a la vista alguna pequeña cascada, pero la pertinaz sequía hace que todo el caudal se limite a un hilillo que no da para saltos de agua. Es el momento de consumir la frutilla y de descalzarse y refrescar los juanetes en la lámina no demasiado fría que cubre hasta los tobillos.
Una media hora de parón y emprendemos el regreso a Canillas de Aceituno por el mismo camino que a la ida. En ese trayecto vuelvo a sentirme Paul Anka en los pocos tramos en que el sendero tiene una bajada pronunciada, y vuelvo asimismo a sentirme satisfecho de que mi hombro sirva de arbotante a una anatomía perjudicada. A eso de las 14,30 estamos ya en el pueblo. Diez kilómetros y medio dice mi esmarguasch que ha sido todo lo andado, teniendo en cuenta que servidor es uno de los que ha hecho la propinilla del otro lado del puente, que calculo en algo menos de un kilómetro entre la ida y la vuelta.
En el bar Andalucía, Plaza de la Constitución o del Ayuntamiento canillense, encontramos acomodo los andarines para ese ritual sublime que es la cervecilla de remate, pero no le parece bien al joven camarero que nos sentemos todos juntos, por lo que nos repartimos en mesas distintas. En la mesa que me toca estamos unos siete y allí tenemos los aposentados la oportunidad de conocer e intimar con Raymond, un guiri de los muchos que por aquí tienen casa.
Estaba Raymond en la mesa contigua, pero en uno de sus muchos viajes a la barra del bar a que le llenen de cerveza su vaso de tubo, creyendo que se había ido, hemos aprovechado para juntar las dos mesas sin percatarnos de que en la segunda estaban todavía sus pertenencias (tabaco, gafas, mechero, móvil), y así al volver se encuentra con que le hemos quitado el sitio. No problem, le hacemos un lado y se sienta a mi vera y enseguida vienen las presentaciones, haciendo el camarada Migue de intérprete pues los demás chapurreamos un inglés bastante deficiente. Es irlandés, aunque el nombre de Ian Gibson le suena a japonés, y lleva ya tres años en Canillas, pero no habla ni una palabra de español. Se muestra feliz y encantadísimo de conocernos, nos quiere a todos muchísimo, sobre todo a mí, que estoy a su derecha, y lo demuestra efusivamente dándome estrechones de manos y cariñosas palmetadas por doquier: ji-jí, ja-já, ¡qué salao es este tío! (digo yo que eso o algo parecido es lo que dice, en inglés, claro), pim, pum, guantazos en mi espalda; ja-já, ji-jí, ¡pero qué bien me cae este tío!, pim, pam, cachetones a mis piernas. Y así varias veces.
De vez en cuando se levanta el amigo Raymond y se va, pero vuelve pronto con su vaso de cerveza lleno hasta arriba. En una de sus salidas a repostar, el camarerillo que nos atiende dice que está loco perdío. Seguramente así será, él lo conoce más que nosotros, pero yo introduciría el matiz de que esa insania es más bien la de un matobas, que en granaíno castizo designa al borrachuzo que se tira el día entero en la taberna hasta pillar su buen lobazo. Es un jubileta que, después de pasar toda la vida trabajando en Londres, ha encontrado en estos pagos su particular paraíso de buenas temperaturas y cielos limpios y, sobre todo, de alcohol mucho más barato, y su vida transcurre plácidamente, sin fastidiar al prójimo, entre cerveza y cerveza hasta que llega la hora de pasarse al whisky. Y seguramente, ese gran afecto hacia mis omóplatos que demuestra a base de hostias (cariñosas, eso sí) viene de que lo hemos acogido cordialmente en nuestro cenáculo en vez de rehuirlo, como estará acostumbrado a que suceda.
Una hora y pico después, damos por terminada nuestra estancia ajarquieña tras trasegar un par de cervezas y unas raciones (aquí no practican el arte de la tapa) variadas y sabrosas y a buen precio, y nos encaminamos hacia nuestros vehículos. Pero antes nos despedimos del amigo Raymond con abrazos y besos. A las 17,45 estamos otra vez en el Cubo. Y pajaricos con su madre. Maravillosa nueva excursión, extraordinaria, bonita como ella sola. Cada vez me gusta más veros y compartir con vosotros estas escapadas.
Apunte histórico: Las poblaciones poco importantes normalmente sólo aparecen en las noticias nacionales en la sección de sucesos. En ese sentido, Canillas de Aceituno ha estado en boca de todos hace muy poco porque aquí residía un cura rijoso para el que eso del celibato no es más que una pejiguera prescindible, que acosaba a la que fue su novia persiguiéndola por la autovía a dos metros de distancia y echándole las largas. Pero hay otro suceso histórico de más enjundia con este pueblo como escenario, éste de hace más de un siglo, 1911 (Internet es una mina): un enfrentamiento de vecinos canillenses con la Benemérita que arrojó el saldo de cuatro muertos y dio muchísimo que hablar. Eran tiempos, aquellos del Turnismo político, en el que el simulacro de democracia imperante determinaba que el caciquismo reinara a sus anchas, sobre todo en la España rural, miserable y analfabeta, y los pueblos pequeños se convirtieran en auténticas satrapías en las que la única ley vigente era la que imponía en su beneficio el cacique de turno. El embargo arbitrario por un alcalde tirano de siete marranos y un burro fue el detonante de la tragedia. La actuación de los guardias que intervinieron en el suceso, a pesar de la masacre que ocasionaron, le valió a alguno un ascenso y pasó pocos años después a figurar en el Manual del Guardia Civil, una especie de libro de instrucciones para la tropa, como ejemplo de cómo se debe actuar en situaciones similares. Eran, indudablemente, otros tiempos.
Otros tiempos eran también los de la posguerra, cuando en este pueblo y hasta los primeros años cincuenta, como en todos los de aledaños de la Sierra de Tejeda-Almijara-Alhama, se libraba una guerra abundante en sangres, pero secreta, entre las fuerzas del orden y la guerrilla antifranquista, con especial protagonismo de la que se llamó Agrupación Granada-Málaga o, más popularmente, Agrupación Roberto, por el alias del capitán que la mandaba. Pero aquí no vale aquello de que de estos pueblos sólo se habla cuando ocurre algún hecho sangriento o escabroso, porque la prensa de la época callaba (por imposición de la autoridad) cualquier noticia sobre los maquis.