Hoya de la Mora–Elorrieta-El Caballo

25 de Septiembre de 2010

Comentado por Alexander

Quedamos a las 8:00, en el cubo para realizar una ruta de dificultad alta guiada por Diego y por Juan.

(Carmen, Diego, Juan, Alexander, Enrique, Joaquin,Lidia, Jesús, Rafa, Loli, Inma Romero, Ana,Heny)


Ya es una costumbre citarnos en el Cubo para empezar las excursiones, pero para mí era la primera vez que iba a realizar una ruta con los “andarines”. Allí nos encontramos sobre las 8 de la mañana de un estupendo sábado, lleno de luz.


La verdad es que poco conocía de Sierra Nevada, tampoco conocía a los miembros de la Peña. Para ellos preparé una verdadera “comida”, según comentario de Diego. Para caer bien, claro está, llené la mochila de bocatas, agua y zumo. Todo para compartir entre todos (jejejeeeee). Era mi “bautismo”, y quien se bautiza hace fiesta, ¿no?

En el Cubo me enteré que los que quisiéramos y aguantáramos, subiríamos hasta el Caballo. Pronto me dije que me iría hasta el Caballo, animado sobre todo por la alegría y entusiasmo del grupo.
Éramos quince personas en total, así que nos metimos todos en las pequeñas lanzaderas de Diego, Carmen y Juan hasta el Albergue.
Al llegar Rafa nos invitó a una rica torta de la Virgen, que nos ayudó aún más a poner las pilas.


Paso a paso, en dirección al Refugio del Elorrieta cruzamos las nacientes de los ríos Monachil y Dílar.


El grupo impar se hizo pronto par: unos subimos con un ritmo más acelerado hacía el refugio, donde efectuaríamos la primera parada para reponer las fuerzas tomándonos unos aperitivos. Otros, con pasos seguros, poco a poco se dirigían al refugio.


Encontramos el refugio un poco abandonado y sucio. Un amigo me contó que en los años 70 y 80 allí había no sólo leña sino también mantas para los excursionistas. Es una pena que ahora las instalaciones estén prácticamente destruidas.


Creo que algo podríamos hacer para arreglar las instalaciones y renombrar el refugio, a “Refugio de los Andarines”...
Diego, el guía principal, parecía tener bulla. Pronto nos invitó a seguir la ruta hasta el Caballo.

La cosa se hizo para mí cuesta arriba más que cuesta abajo. Pero seguimos juntos. A medida que nos acercábamos al destino, el cansancio me hizo compañía. Pero sigo, me decía. “No defraudes a tus compis, aguanta...”.

Una vez le preguntaron a Edmund Hillary, el primer hombre en coronar la cima del Everest con el sherpa Tenzing Norgay, en 1953, porqué le gustaba la montaña; él conquistador sencillamente le contestó: “porque la montaña me habla en su silencio”.

En algunos momentos me pareció experimentar este diálogo con la montaña, mientras llegábamos al Caballo. Es impresionante escuchar el silencio mezclado con el deseo llegar al destino propuesto.




Cada paso que dábamos, por más lento que nos pareciera, era seguro. En los pies del Caballo tuve la impresión de que era más alto, debido a la inclinada cuesta. ¡Ui! Cuántas paradas y miradas hacia arriba. Pero me sorprendí al llegar que el montículo no era una montaña y que desde allí se podría ver el mar azul y parte de la Costa Tropical. ¡Qué precioso!


El tiempo era escaso porque habíamos tardado cinco horas prácticamente hasta allí. Nos apresuramos con la comida, compartimos zumos, frutos secos, fotos, sonrisas y alegrías. No pocas veces me decía “que grupo más sano”, “más alegre”, “unido”... Que pasada conocer gente así...

Volvimos al refugio pasando por la Laguna de las Yeguas y por el nacimiento del río Lanjarón. Todo muy bonito, pintado por las “venas verdes” que alimentan el río, por los blancos ventisqueros que resistieron al verano, y por el sendero pedregoso.

A mitad de camino, un susto: cruzar lo que un día fue parte segura del camino un trecho con cadenas. Pero fue todo bien, sin incidentes ni sorpresas. Antes de empezar el ascenso al refugio, que pronto se me iba a parecer interminable, me paré para llenar la botella de agua fresca. ¡Ah, los justos serán recompensados! ¡Qué bien sabía el agua fresca de la montaña!

Os confieso que el cansancio y un par de ampollas en la planta de los pies me fastidiaban la vida; tenía sólo un deseo: llegar a mi casa. Del refugio al albergue un incentivo más: una cañita nos esperaba.


Bajando, íbamos cada uno a su paso. Desde lejos veía como el grupo de Diego llegaba al parking, mientras Lidia me hacía compañía, además de los dolores provocados por las dos ampollas y por dos uñas que pronto se me iban a caer.


Después de más de nueve horas andando por las altas cumbres de Sierra Nevada teníamos como recompensa la felicidad por más una ruta alcanzada, por más un desafío cumplido.

Quisiera dar las gracias a todos porque me habéis aceptado en la Peña; aunque os parezca un alienígena (jejeeee).

Hasta la próxima familia...