Sábado, 14 de Diciembre de 2024
Crónica: José Luis – Entra y disfruta de la experiencia vivida.
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Fotos de Carmen, Antonio
DESCRIPCIÓN DE LA SALIDA
La segunda salida de 2025 en el calendario de la sandunguera Peña Andarina tuvo lugar el sábado 25 de enero. Casi una veintena de briosos y briosas andarines y andarinas acudimos a la convocatoria. En el menú pone Sierra de los Guájares (de los Guajares, según Canal Sur), aunque en realidad el itinerario a recorrer era Ítrabo (Itrabo para nuestra gran cadena autonómica)-la Guindalera-Castaño de Jurite y vuelta, es decir, la misma ruta que ya hicimos hace dos años, concretamente el 25 de febrero de 2023. La croniquilla de aquel evento, firmada por éste que lo es, está en la web de la peña. Repartidos en varios vehículos, a eso de las 8,30 se ponía en marcha la caravana andarina motorizada, destino al pueblecillo de Ítrabo, muy cerca de la costa granatensis.
Por el camino, poco antes de llegar, a todos nos llaman la atención, por su precioso colorido naranja vivo, unas grandes enredaderas que se ven en las vallas de algunas fincas, exuberantes de flores en forma de trompetilla y de color azafranado, para mí, todo un descubrimiento. No sé si por estos andurriales capitalinos puede progresar una planta tan vistosa, pero aquí abunda en las orillas de la carretera y en varios de los parajes itrabeños que recorreremos. Mi ignorancia en cuestiones vegetales (y en otras muchísimas más) es colosal, pero de Internet extraigo que su nombre científico es pyrostegia venusta, y también tiene otros nombres más populares, como liana de fuego, trompetero naranja, jacaranda naranja o bignonia de invierno, puesto que ésa es la época de su floración. Venusta se traduce del latín como algo hermoso, agraciado, bello, y a fe que ese frondoso desparrame de flores de trompetillas naranja que pudimos ver es hermoso como él solo.
A la entrada de esta villa de apenas mil vecinos se queda el parque móvil andarín y empiezan nuestras cuitas en forma de constante ascensión. Tenemos que ir de los 400 del origen a los casi 1.100 metros de altitud de nuestro destino. Lo primero es atravesar las empinadas y tortuosas callejuelas moriscas de Ítrabo, pueblo con un alto valor sentimental para quien suscribe. Aquí viví con mi familia entre los 1 y los 6 años de edad, hace la tira de trienios, cuando mi padre era el maestro don Daniel. Entonces era un pueblo lleno de vida y contaba con más del doble de su población actual. Ahora está más bien solo, fané y descangayado.
En un santiamén dejamos atrás el blanco caserío y abordamos una subida brava por un camino emporlado en cuyos bordes se ven numerosas plantaciones de nísperos que ya han perdido la flor y lucen en ciernes sus frutos del tamaño de una canica. Es éste, el níspero, uno de los principales productos del terruño. Chirimoyos, aguacates y otros cultivos subtropicales se ven también. Y lo que más destaca es el blanco o rosa de los abundantes almendros florecidos que salpican las laderas. Si te das la vuelta y miras a tus espaldas verás el imponente espectáculo del Mediterráneo, pero el día no acaba de abrir y hay mucha neblina que difumina el azul del Marenostrum.
El primer sitio de interés, a poca distancia del pueblo, es una zona de descanso y recreo, con bancos y mesas de piedra, que es el lugar donde nace el río que lleva el mismo nombre del pueblo, Ítrabo. Muy cerca existe un cenotafio incrustado en la roca, o sea, un monumento funerario que no es tumba, a la memoria de una víctima de los maquis que tanto proliferaron por toda esta zona en los años duros de la posguerra. Emilio Castillo Sánchez es el nombre del homenajeado, y cayó en este lugar el 2 de agosto de 1949, según se lee en una lápida de mármol. Se trata de una víctima de la guerrilla antifranquista.
Seguimos cuesta arriba dale que te pego hasta llegar a un cruce de caminos provisto de un banco de piedra corrido que aprovechamos, tal como hicimos hace dos años en este mismo lugar (sólo que entonces llovía), para descansar y echarnos a la andorga lo que sale de las mochilas. Quedan tres kilómetros y medio hasta nuestro destino según se lee en unos postes indicativos, todos cuesta arriba.
No muy lejos cambiamos de vertiente y ahora lo que se ofrece a la vista es el valle del río Verde, y a nuestro frente el pico del Caballo y más a la derecha el Mulhacén. A nuestros pies, por la izquierda, el pueblo de Jete. Si no hemos llegado todavía, poco nos faltará para alcanzar la cota 1.000, y aquí empiezan a aparecer las añosas viñas de donde sale el antaño afamado vinillo de Ítrabo, un mosto espeso y cabezudo del que solían abusar los autóctonos y esto era causa de algún que otro accidente y de alguna que otra bronca conyugal en romerías a la cercana ermita de Bodíjar, que servidor pudo contemplar, en burro y con rempuja, cuando no levantaba más de dos palmos del suelo.
Un poco más de subida y llegamos por fin a la Guindalera, no a la de Madrid, la de Ítrabo o de Los Guájares, según las distintas webs consultadas. Una guindalera es un sitio poblado de guindos, o sea, cerezos de esa variedad, cerezos locos, diríamos en Graná, que dan un fruto más áspero y ácido que los otros. Pero aquí no se ve ninguno, cierto es. En cualquier caso, se trata de un esplendoroso balcón en meseta abierto a toda la llanura que durante millones de años se formó con los aportes del río Guadalfeo. Como un pequeño apéndice entrando en el mar vemos el Peñón de Salobreña, y más allá, hacia la izquierda el malecón que cierra la dársena motrileña. Hay nubecillas y polvo en suspensión en la atmósfera y esto nos impide la nitidez de visión que disfrutamos la otra vez, pero no cabe duda de que por descubrir esta amplísima panorámica vale la pena darse el palizón de subir, subir y subir. Aquí hacemos otro pequeño descanso con nuevo asalto a los macutos y su contenido vitamínico.
Nos falta ver y tocar el famoso Castaño de Jurite, pero ¿dónde está? En una web dice que tiene más de cinco metros de diámetro y 30 de altura, y que lleva más de 350 años sin moverse de este lugar. Tiene que estar por aquí cerca, pero debemos haber equivocado la senda. El caso es que nos quedamos sin admirarlo (la otra vez pasó lo mismo), habrá que dejarlo para otra ocasión. Lo que nos queda es volver al pueblo que hace tres horas dejamos atrás, siempre cuesta abajo aunque por otra senda, gozando del paisaje marino, ahora con menos bruma.
En un recodo de la bajada tropezamos con una concentración en piña de seis o siete quades (o como se diga), esas ruidosas y contaminantes motos todoterreno de cuatro ruedas, que, literalmente, taponan el camino. Apenas han dejado un resquicio para que el pacífico caminante pueda seguir su discurrir. En fila india y dificultosamente, a base de quiebros, atravesamos como podemos la barrera de artefactos rompesendas sin que sus ocupantes, con música estridente de ¡¡¡los Pecos!!! (¡válate el diablo por hombre!) y símbolos ultraderechistas en sus máquinas infernales tengan la deferencia de echarse a un lado. No, desde luego, la educación y el respeto al prójimo no entra en los cánones de la extrema derecha.
Más adelante hacemos otra pequeña parada en un área recreativa con bancos y mesas de picnic que queda a la derecha de la pista por la que bajamos. Hace dos años encontramos esta plazoleta llena de esos garrapatos que llaman aceiteras pululando por los suelos, unos escarabajos gordos y negros cual axila de córvido (que diría un fisno) y cuyo polvillo tóxico ancestralmente, muchísimo antes de la viagra, claro, se utilizaba en farmocopea para propiciar la tiesura de lánguidos aparatos reproductores masculinos en busca de descendencia. Pero en esta ocasión no hay ni rastro de esos bichejos.
Poco después pisamos de nuevo las calles de Ítrabo y su desierta plaza en la que se bailaba cuando en septiembre eran las fiestas de la Virgen de la Salud y hasta cabían una noria y unas barquillas. Hace la intemerata, cuando servidor era un zanguango enano, había en esta plaza dos cafés, una taberna y una tienda-bazar de esas en que hay de todo. Hoy, una farmacia, cerrada, es la única muestra que queda en el pueblo de alguna actividad comercial, aparte de los dos bares de la entrada.
Nuestro destino último es el bar Vicente, muy cerca de donde esperan los fieles vehículos. También hace dos años fue Vicente el escenario del excelso ritual andarín que es el refrigerio pos excursión. Un par de cervezas con su tapa a dos leuros y medio la convidá sirven para reponer energías, y tras un largo rato de buena y alegre cháchara, a eso de las cuatro enfilamos la carretera e iniciamos la vuelta a Graná y a la rotonda del Tío Oxidao.
Como apunte histórico diré que mientras estábamos sentados en la Guindalera, disfrutando de la panorámica de toda la Vega de Motril y el litoral desde Salobreña hasta Torrenueva, me acordaba de que hace años, lo que veían nuestros ojos era conocido como Costa del Sol, pero ya no. Recuerdo aquella moda, hace un porrón de años, de ponerle pegatinas al seillas (o al ocho y medio, o al Simca o al R-8, o…) en las que se leían cosas tal que: Soy de Graná, casi na; o Almuñécar, Costa del Sol; o Motril, Kilómetro 0 de la Costa del Sol. Sin que mediara una explicación y sin que éstos protestaran, a los marengos granaínos los degradaron hace tiempo y les arrebataron su condición de costasoleños. Alguien desde un despacho decidió que, a partir de hace ya por lo menos cuatro décadas, el rebalaje de Graná dejaba de considerarse Costa del Sol y cambiaba esa sonora y cotizada localización por la menos competitiva de “Costa Tropical”. No sé si quien decidió ese cambio de denominación era de aquí o era de allí, pero me da por pensar que todo responde a ese plan preconcebido que llevan mucho tiempo urdiendo y ejecutando los malvados boquerones para apropiarse en exclusiva de todo. Ya lo hicieron con los espetos y, si tal cosa fuera posible, la Alhambra y la sierra haría ya años que no pertenecerían a nuestra tierra. Antes, la Costa del Sol era desde Tarifa hasta el Cabo de Gata, ahora es sólo y exclusivamente el litoral de la provincia de Málaga. Quien tiene vecino, tiene enemigo, dice un viejo refrán.
Mirando la línea de la carretera que cruza de oeste a este toda la extensión de la vega motrileña, en otro tiempo plantada de claveles y caña, ahora con su verde moteado por el plexiglás blanco de cientos de invernaderos, también me viene al magín otro ejemplo de acaparamiento malagueñil. Es una tragedia que mi señora suegra contaba por haberlo sufrido en propias carnes y que de haber estado ocurriendo en esos momentos, desde ese balcón de la Guindalera podríamos los andarines haber sido testigos de la barbarie en todo su horror. Mi suegra nació en Almuñécar y allí vivió sus ocho primeros años de vida. Hasta que un día de febrero de 1937 tuvo que salir corriendo junto con toda su familia camino de Almería. Su padre, herrador de profesión, era uno de los pocos de su pueblo que sabía leer y escribir, y por esa razón y por tener ideas izquierdistas, se ganaba unas perrillas como corresponsal en Almuñécar del periódico “El Socialista”. Sólo eso era suficiente motivo como para que le hubieran dado el paseíllo cuando llegaran los fascistas, que venían desde Málaga arrasando y su entrada era inminente.
A todo correr, llevando puesta en capas toda la poca ropa de que disponía y sin más equipaje de mano que una muñeca de trapo, empezó su éxodo particular el 9 de febrero de 1937. Cómo describir un panorama infernal que se compone de gente muriendo a su vera de puro agotamiento o alcanzada por la metralla de las bombas que desde el cielo y desde el mar caían a porrillo. La familia consiguió recorrer indemne los más de cien kilómetros hasta Almería. Pero en Almería había gente durmiendo en las aceras y no se cabía, al estar la ciudad invadida por miles y miles de huidos, así que la familia tuvo que seguir devorando kilómetros a pie hasta Alcantarilla, Murcia, donde llegaron más de un mes después y adquirieron el status de refugiados. Únanse a todas esas penurias el frío, el hambre, el cansancio y el horror de ver la muerte tan de cerca en unión de un tropel de gentes desesperadas y con la angustia de saber que la parca puede alcanzarte en cualquier momento… La experiencia vivida por una niña que aún no había cumplido los ocho años es de las que marcan para toda la vida.
Fue ese vergonzoso episodio de la Guerra Civil que se conoce como “la Desbandá”. Una masacre de gente inocente y desarmada que arrojó un saldo de víctimas superior al causado por las bombas incendiarias sobre Guernica, pero que no es tan conocida. Decenas de miles de civiles huían a pie de Málaga a Almería mientras que los nacionales (tan nacionales que el grueso de las tropas lo componían italianos “voluntarios” de Mussolini y magrebíes mercenarios sacados por una buena soldada de cualquier mísera kábila del Rif) los machacaban inmisericordemente. Como vemos, ese genocidio tuvo también su parte granadina, pero, aún tratándose de una cosa no digna precisamente de ser conmemorada, los acaparadores vecinos boquerones lo presentan al mundo como algo que sólo les afectó a ellos. En fin…
Toda la ruta ha sido una delicia de buena temperatura y paisajes bonitos, bonitos de verdad. Y además nos hemos divertido bastante con las coplillas interpretadas a pulmón (con mejor o peor entonación, pero con muy buen humor y ganas de pasarlo bien) por unos cuantos y unas cuantas andarines y andarinas. Sigue la pertinaz sequía, pero ha sido maravilloso. Gracias. Ya estoy impaciente por veros en la próxima.