Ítrabo – Castaño de Jurite – La Guindalera

Sábado, 25 de Febrero de 2023
Crónica realizada por José Luis –    Entra y disfruta de la experiencia vivida.

Itrabo

(José Antonio, Joaquín, Ana, Naxo, José Luis, Mati, Carmen, Rafi, Mercedes, Ángel, Pepe, Mariano, Eva, Mª Luz, Carmen, Loli, Manolo, Luis…)

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Fotos de Ana Ariza y Luis Medina

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Video Realizado por Naxo

Ítrabo, castaño de Jurite, la Guindalera

              Esta vez éramos menos, apenas unos veinte. Repartidos los andarines y andarinas de esta inmarcesible peña en seis coches, a las nueve de la mañana del sábado 25 de febrero de 2023 emprendíamos la marcha desde la rotonda del Tío Oxidao rumbo al sur. El meteoro manda, y como las previsiones apuntaban que en la zona a la que en principio nos íbamos a desplazar, Beas, era muy posible que nos cayera la mundial, a última hora de la víspera se acordó dejar esa excursión para más adelante y en su lugar hacer ese día otra distinta, programada en el calendario para el mes de noviembre. Nuestro destino era el pueblo cercano a la costa cuyo nombre es Ítrabo (Itrabo para Canal Sur), situado en la falda de la loma de Bodíjar, estribaciones de la sierra de los Guájares (Guajares para Canal Sur).

              Aparcados los vehículos a la entrada del pueblo, es poner pie a tierra y comenzar en ese mismo momento una incesante ascensión que nos va a llevar desde los escasos 400 metros a los casi 1.100 snm de nuestro último destino. Lo primero que ven nuestros chacais y pisan nuestros pinreles es las calles de Ítrabo, pequeño pueblo de apenas mil almas situado a un tiro de piedra de la costa y que tiene un gran valor sentimental para éste que lo es y firma. Calles estrechas (y desiertas) con numerosos recodos y “cul de sac” que nos retrotraen al origen moruno de la población y que a su vez propician algún que otro despiste y tener que volver sobre nuestros pasos.

              En escasos momentos alcanzamos las afueras de Ítrabo y seguimos nuestra ascensión por un camino ancho y emporlado para en poco trecho toparnos con la ermita de la Virgen de la Salud, la patrona de la villa. Alguna vez pasó servidor por estos andurriales, montado en burro y cubierto con rempuja. Abundan en estos parajes los cultivos subtropicales y hay muchos nísperos, ya con su fruto verde, lo que también da idea de que este clima favorece los cultivos tempranos, ya que el níspero que tengo en mi jardín todavía no ha perdido la flor. Alguna vez el que suscribe tuvo que huir de las perdigonadas de sal que disparaba el guardilla de las fincas a los que robábamos las ricas allozas de los almendros que por aquí abundan, esos mismos almendros florecidos en blanco y rosa que se ven por doquier. El monte bajo y el matorral dominan los márgenes de la senda, hierbas olorosas perfuman el ambiente, y algunas andarinas (andarines menos, cierto es) piensan en sus pucheros y aprovechan para proveerse gratis de hinojos en cantidad. A nuestras espaldas queda el pueblo y la inmensidad en azul intenso del Marenóstrum, rutilante de sol y nubes en una formación que se diría puesta allí por mano de esteta.

              Después de algo más de una hora de caminar en continuo ascenso, llegamos a un área recreativa acondicionada con bancos y mesas de picnic. Es el nacimiento del río de Ítrabo, que riega estos contornos. Llama la atención la existencia en este lugar de un modesto cenotafio con una lápida conmemorativa que debe ser reciente. El amigo Nacho dice que con frecuencia tiene que echar mano del diccionario cuando lee (gracias por leerme) estas croniquillas; al menos por esta vez le ahorraremos la consulta: «Cenotafio: Del lat. tardío cenotaphium, y éste del gr. kevotάφlov kenotáphion; propiamente “sepulcro vacío”. 1. m. Monumento funerario en el cual no está el cadáver del personaje a quien se dedica.», copio del DRAE.

              Me van a perdonar los andarines, pero es mi pasión la historia reciente de Granada y de España, y aquí encuentro tajo para colocarles una batallita de maquis y guardias (sáltese el párrafo quien no esté muy interesado en estas cosas). A los pies del cenotafillo, de escasos 75 cm en todo su ancho por un metro de alto rematado en pico a dos aguas, construido en cemento y arrimado a la roca, vense algunos recipientes para colocar flores, y en el centro se enmarca una lápida funeraria de mármol en la que hay un nombre (Emilio Castillo Sánchez) y una fecha (2-8-1949), además de una leyenda que expresa el deseo de que las sangres derramadas en todas las guerras traigan la paz y la solidaridad. Bicheando en Internet sólo he encontrado una mención a quién pudo ser esa víctima, que debió encontrar la muerte en este lugar. Es un trabajo del historiador torroxeño José María Azuaga Rico, que da a entender que el tal Castillo fue muerto por la guerrilla antifranquista que desde el fin de la Guerra Civil y hasta los primeros años cincuenta estuvo muy activa por los confines de las provincias de Málaga y Granada, sierras de Tejeda, Almijara, Alhama… La llamada Agrupación Roberto, por el alias del capitán que la mandaba, también conocida por Agrupación Guerrillera Granada-Málaga, sería la responsable de la muerte de esta persona, quizás un soplón, un militar, un guardia, o simplemente un inocente con mala suerte. Ya estaba en 1949 dando sus últimos coletazos la guerrilla y pronto, cuando en octubre de ese mismo año llegue el teniente coronel Limia, de la Guardia Civil, sufrirá un casi completo aniquilamiento la partida de Roberto, la más numerosa y mejor organizada de cuantas, armas en mano, combatieron a la dictadura en nuestra provincia.

              Volviendo a la esforzada ruta, continuamos impertérritos nuestro discurrir monte arriba (y arriba, y arriba…), ahora bajo un sirimiri acompañado de un casi imperceptible granizo del tamaño de un cañamón, que obligan a desenfundar paraguas. En una bifurcación hacemos una pequeña parada bajo la llovizna y aprovechamos para abrir los tápers y echar la frutilla al coleto. Todavía nos quedan casi tres kilómetros (cuesta arriba, naturalmente) para hacer cumbre, según anuncia un indicador. A ver si es que la Guindalera ésa es la de Madrid, nos preguntamos algunos.

              Ya no vuelve a llover más en todo el recorrido y pronto llegamos a un altozano desde donde se divisa allá abajo lo que parece una ermita (¿la de Bodíjar?) con lo que parece una espadaña, aunque podría ser un cortijo abandonado. A la izquierda del camino queda el valle del río Verde, con el pueblo de Jete, por donde discurre la carretera de la Cabra.

            Un poco más de subida y ya estamos en la Guindalera de marras, una breve meseta que es un espectacular balcón al Mediterráneo, abierto a una panorámica amplísima y radiante de soles y de verdes, azules y blancos. Turulatos nos quedamos en la contemplación en toda su extensión del delta del Guadalfeo, o sea, la vega de Motril. A nuestros pies tenemos el pueblo de Molvízar entre montañas, un poco más allá, al borde del mar, está Salobreña, con su peñón y su playa macizada de feas construcciones; más a la izquierda están Playa Granada y Playa Poniente, con más mamotretos arquitectónicos, y después el malecón del puerto motrileño y el barrio de Varadero; aún más a la izquierda tenemos Torrenueva, cerrando la línea costera al pie del cabo Sacratif. Por la derecha, en una brecha abierta entre los montes se divisa una esquina de la urbanización Marina del Este, rematando la Punta de la Mona, entre Almuñécar y La Herradura. Toda la vega está salpicada de los techos blancos de plexiglás de los abundantes invernaderos donde se crían verduras, que han venido a sustituir a otros cultivos tradicionales hoy abandonados por estos pagos, como la caña de azúcar y el clavel, que antaño dieron nombradía y prosperidad a la comarca. En las cercanías de donde nos encontramos está el tricentenario castaño de Jurite y se ven algunos cerezos y algunas viñas, de donde sale el otrora afamado vinillo de Ítrabo (el abuso de este caldo en las romerías solía producir estragos por los abundantes lobazos entre la población lugareña masculina). También abundan las lavandas. En un extremo de la meseta hay una vivienda grande monopolizando una buena parte de la panorámica. Sobre una superficie mullida de hierbas silvestres, descansamos al sol y abrimos las mochilas para reponer fuerzas con un bocata. Las tres horas de caminata cuesta arriba han merecido la pena, qué duda cabe.

              Sólo queda emprender el regreso, todo cuesta abajo, sin perder de vista en ningún momento el vivo azul del mar en completa calma y recibiendo muy de vez en cuando ráfagas perfumadas de delicado olor a almendro florecido. Sólo hacemos ya un alto en un área recreativa con bancos y mesas de piedra que queda a la derecha del camino y donde pululan unos bichillos gordos y lustrosos, unos escarabajos bastante hermosos de un negro azabache brillante. Nadie sabe decir su nombre (yo tampoco), pero de Internet extraigo que son berberomeloe majalis, uno de los coleópteros más antiguos (prehistóricos) y más grandes de Europa, popularmente conocidos como aceiteras o carralejas (o curas, curicas, frailecillos), pero también como matahombres porque destilan un veneno que puede ser mortal, usado desde antiguo en la farmacopea y en veterinaria, y que también tuvo utilidad como afrodisíaco (la viagra medieval, le dicen). Buscando descendencia masculina, cuentan que el Rey Católico Fernando abusó de su polvillo y eso lo llevó a la tumba.

              Un breve descanso y una visita al señor Roca, y en un santiamén estamos ya otra vez en Ítrabo cuando son las tres de la tarde pasadas. Breve parada en la plaza, antaño animadísima, donde había hasta dos cafés y una taberna y donde hoy sólo una botica resume toda la actividad comercial de la población. Aunque parezca mentira, en las fiestas cabían una noria, unas barquillas y hasta un escenario para oír y bailotear aquello de ¡Ay, campanera! en este recinto. Se impone un cervezón (o dos) con su tapa correspondiente, y así nos dirigimos al bar Vicente, cerca de donde dejamos los coches. Estando allí, el andarín Pepe Aniceto recibe la buena nueva de que en cuestión de horas va a ser abuelo por cuarta vez, y de su generosidad resultamos todos convidados a la primera ronda. Gracias y que la felicidad presida todos los días de la existencia de la neonata y de sus padres y abuelos, cabe decir. Sobre las cinco de la tarde emprendemos el regreso a Graná.

              Ya va siendo demasiado larga esta reseña, pero no quiero terminarla sin exponer, a los pocos que hayan llegado hasta aquí leyendo (¡esos benditos!), que el `pueblo de Ítrabo para mí es entrañable. Aquí eché los escasos dientes que me quedan y aprendí las primeras letras. Aquí me dormían con la amenaza de que si no cerraba los ojos vendría Juan Almendros (un mantequero local) a comerme los higadillos. Aquí vi el mar por primera vez, aunque de lejos, con barcos en lontananza desde la ventana de la cocina de mi madre y desde el terrao. Nací en el centro de Granada capital, pero aquí viví entre 1956 y 1961 (de los 1 a los 6 años), donde mi padre era el maestro Don Daniel. Entonces el pueblo tenía mucha más vida y población, había tiendas y bares. Me acuerdo de algunos hechos, algunos nombres e incluso alguna cara, pero de lo que más me acuerdo es de Rufinico, zagalón renegrido, con su boina calada debajo de la cual asomaba un cogote lleno de escalabraduras, una camisa que alguna vez fue blanca abrochada hasta la nuez, unos raídos calzones por las rodillas y dos velas colgando de los ollares que presidían una faz ya ensombrecida por el primer bozo, huyendo perseguido a pedrada limpia por una patulea de chaveíllas (yo también, los cielos me lo perdonen), incapaz de revolverse y darles su merecido a aquellos cafres enanos. El pobre Rufinico era el tonto (“oficial”, como menda) del pueblo.

 

 

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