Órgiva-Carataunas-Soportújar-Bayacas

Sábado, 29 de Abril de 2023
Crónica: José Luis –    Entra y disfruta de la experiencia vivida.

Soportujar

 

(José Antonio, Inma, Antonio, Cristina, Francisco, Inma Romero, José Luis, Carmen, Loli, Manolo, Naxo, Carmen, Mª Luz, Migue, Mª Sagrario, Mª José, Antonio, Domingo, Inma, Nala)

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Fotos de Inma Andarina

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DESCRIPCIÓN DE LA SALIDA

Por miedo a palmar cocidos,

se perdieron la excursión.

No fue para tanto, amigos:

hubo sólo dos heridos

y un muerto del sofocón.

              Un total de veintiocho andarines y andarinas dijeron en la web que irían a recorrer un trozo de Alpujarra el sábado 29 de abril de 2023, pero tan solo diecisiete esforzados penibetistas comparecieron ese día a las 8,30 en el lugar habitual de salida, el Cubo (o el Cajón, por mal nombre), o sea la rotonda del tío oxidao. Palma Auñón, previo pago del correspondiente óbolo, puso a nuestra disposición un bus de unas treinta plazas y en él partimos un poco después de lo previsto, por si alguno se había retrasado. La deserción a última hora de tantos queridos compañeros de caminatas seguramente se deberá a que se asustaron pensando en los muchos sudores que la cosa podía reportarles en este abril caniculero que ni los más viejos del lugar (entre los que me incluyo) sufrieron nunca en propias carnes. En agosto vamos a tener que vivir dentro de los frigoríficos, por lo visto.

              Órgiva, la capital de la Alpujarra, era el destino. Junto al río Chico, muy poco antes de su desembocadura en el río grande, el Guadalfeo, tocó apearse de la máquina, nada más pasar el puente nuevo, junto a la gasolinera. Aquí se nos unieron Inma y Domingo y su perrilla Nala, una andarina más, y de las más veteranas. Breve paseo por callejas sabrosas del pueblo grande que es Órgiva hasta salir a la calle de la iglesia, con sus dos torres gemelas que recuerdan a las de la patrona de Graná. Es la iglesia de la Expiración, donde está el Cristo del mismo nombre (“el cojonúo”, para los castizos) que cada viernes antes del Viernes de Dolores sacan los orgiveños en procesión y se gastan la intemerata en pirotecnia.

El GPS se empeña en mandarnos en dirección contraria a la correcta, por lo que nuestro guía y preste, José Antonio, aborda a la primera persona que nos encontramos y pregunta por dónde se va al cementerio, pero la abordada sólo espikinglea, aunque por fin nos entiende y nos encamina bien. Es una más de los muchos guiris que viven en esta región y a los que es fácil ver por estos contornos, algunos con aspecto jipioso, aunque los hippies actuales poco se parecen a los del Verano del Amor (1967, creo).

              Orientados por fin, emprendemos la primera de las muchas cuestas que nos esperan. Está nublado y aunque hace calor, una suave brisa lo mitiga bastante. Eso fue una de las mejores cosas de toda la jornada, el vientecillo. Gracias a él y a que estuvo más bien nublado, no pasamos tanto calor como temíamos. Los que no vinieron por miedo a morirse fritos se perdieron una maravillosa salida campestre y urbana con todo ese sabor especial que tiene la Alpujarra. A unos les gusta muchísimo la comarca. A otros no tanto, pero no cabe duda de que tiene personalidad propia.

              Subiendo, subiendo (y subiendo más y más), entre olivos, almendros, rabos de gato, retamas en flor y otros arbustos propios de la zona, no tardamos demasiado en alcanzar el cementerio de Órgiva, situado a bastante altitud y muy retirado. A la sombra de las tapias y los pinos de repoblación, y al borde de una fuente pública o bebedero de aves, completamente seca, hacemos una breve parada. Un poco más de subida y coronamos la colina. Órgiva queda ahí abajo y se ve buena parte del valle del Guadalfeo. Enfrente, cerrando el paso al cercano mar, la Sierra de Lújar, imponente. A sus pies, el poblado minero de Los Tablones, testigo y vestigio de un pasado más próspero, como se puede decir de casi cualquier comarca granadina. La compañía Minas de Peñarroya explotó hasta no hace demasiados años las minas de plomo de la Sierra de Lújar. En otros tiempos, ya muy lejanos, el mineral viajaba por el aire en vagonetas suspendidas hasta enlazar en Rules con el Cable que del Puerto de Motril llegaba a Dúrcal, un funicular sólo para mercancías que funcionó (mal e intermitentemente) entre 1927 y 1950. Ignoro si en la actualidad se desarrolla todavía en esos parajes alguna actividad minera.

              Ahora, descendiendo por el otro lado de la altura que acabamos de coronar, vamos en dirección hacia el pueblecillo que se ve allá abajo. Solo un puñado de casas, la mayoría con evidentes huellas de aquella maldita lluvia de barro de hace ahora un año, otro fenómeno sorprendente que tampoco este viejo del lugar recuerda haber visto antes. Es la aldea de Bayacas, anejo de Órgiva. Por toda esta zona y hasta Cáñar, abundan los “jipis”, la mayoría ajenos a la tierra en la que viven. Su valiente apuesta contracutural encuentra en estos pagos algún sentido.

No llegamos a entrar en Bayacas, lo dejamos a la izquierda y bordeamos su minúscula vega que riega el río Chico, apenas dos hectáreas de tierra llana en la que hay algunos frutales y algunos aguacateros. Un poco más adelante encontramos un olivar en el que se ven árboles que deben ser varias veces centenarios, por sus enormes troncos.

              Carataunas es nuestra siguiente parada después de escalar distintos y variados cuestarrones. Algo más grande que Bayacas, está sobre una meseta desde la que también hay maravillosas vistas al valle del Guadalfeo. También aquí se ven por doquier las huellas de la calima, sobre todo en la torre de la iglesia, coronada por un pináculo calcado del de la iglesia de los Escolapios. En el mirador de Federico García Lorca, a la entrada del pueblo, hacemos una parada. Dicen que el poeta universal compuso su romance La Casada Infiel cerca de este lugar, al escuchar de un cantaor local los tres primeros versos (Y que yo me la llevé al río…). Más parece una suposición que otra cosa.

Andamos muy poco hasta dar con una plazuela con bancos y un pilar, en el interior de la población. Allí deglutimos alguna provisión y todos o casi todos bebemos del generoso caño del pilar sin que nos arredre la advertencia de que se trata de agua no clorada. Tras una media hora de descanso seguimos arriba y arriba dale que te pego. Así salimos a la carretera que lleva al Poqueira y antes al cruce de Soportújar, que ya se ve cercano. No paran de pasar coches y más coches cargados de personal estrenando el macro puente, atraídos por el sonoro nombre de Alpujarra, que colapsarán todos los bares y restaurantes desde aquí hasta Cádiar, por lo menos.

Andamos unos cien metros sobre el asfalto y torcemos a nuestra izquierda para enfilar la última y empinadísima subida que nos falta, la que nos deposita en el pueblo de las brujas. Fotos y más fotos ante las patas de pollo, la casita de chocolate y la bicha empotrá. Por unas morunas y estrechas calles atestadas de cristianos autóctonos e importados, damos un pequeño voltio por Soportújar, pueblecillo con el que también me une algún lazo sentimental (esto va pareciendo una monografía). En la casa de una familia originaria de este pueblo, casi parientes míos podría decir, en mi juventud pasé muy buenos fines de semana y algún veraneo. En pandilla veníamos hasta aquí a divertirnos diez o doce mozalbetes y mozalbetas, cuando servidor todavía se peinaba. Algún matrimonio se forjó dentro de esas paredes. Me parece que fue ayer, pero de esto hace un centón.

En aquellos años, Soportújar era un pueblo como cualquiera de los que por aquí se aposentan. Era difícil ver a alguien por sus callejuelas, en las que no había ni rastro de decoración alguna más o menos jalogüindera. Ahora, en cada rincón de la accidentada geografía soportujense donde quepa una mesa con sus sillas, verás un bar. Por entonces y en cuestiones de restauración no existía nada más que lo que ahora es El Correillo, pero se llamaba Casa Correa y era una rústica tienda de pueblo donde vendían comestibles, escobas, droguería y más cosas, y además te podías tomar un quinto de Alhambra. Los poquísimos nativos del pueblo no tenían por entonces más diversión que pasear arriba y abajo por la carretera, hasta la revuelta de las Pericas o hasta el Pa’Eterno y vuelta.

Así fue hasta 2007 o por ahí, cuando el alcalde (PSOE) recién aterrizado en el cargo tuvo la felicísima idea de inventarse lo de las brujas. José Antonio Martín Núñez se llama, matemático y profesor de la UGR, y cargo político en Sevilla (creo). Desde 2018 ya no es alcalde de Soportújar, pero es el principal responsable de que una aldea muerta se haya transformado en un pueblo lleno de vida en el que casi hay que pedir la vez para atravesarlo, de lo llenísimo que está a todas horas de forasteros. Restaurantes, bares, tiendas de souvenirs y mil cosas más han surgido como setas, al olorcillo de los buenos leuros que se dejan los que vienen desde el quinto pino a contemplar de cerca esta especie de mini parque temático de lo espantoso con decorados de cartón piedra y guardarropía. A bastantes de los que son de aquí y nada se echan al bolsillo a causa de esta bulla, no les hace demasiada gracia la interminable procesión cada finde de multitudes estorbonas y el follón que meten. Los otros están encantados. Al menos, algunos puestos de trabajo traerá la cosa, digo yo.

Dicen por ahí que lo de las brujas viene de muy antiguo, desde los moros o más, pero para mí que de eso nada, es algo de hace tres días. Yo diría que al que fue alcalde se le iluminó la bombilla y montó el invento al recordar una frase que seguro que había oído repetir cien mil veces desde niño, aquello de: “Soportújar, corral de brujas”. Una rima tan fácil y tan vacía como aquella otro de “Albacete, caga y vete”, o “El que tiene un tío en Graná, ni tiene tío ni tiene na”. Esto ya es una suposición mía, pero servidor diría que, en realidad, los auténticos responsables de que se haya montado en Soportújar la que se ha montado, son los eternos rivales, los de Cáñar, el pueblo de al lado, de donde con casi total seguridad salió aquél dicho malicioso de “corral de brujas”. Eso tan hispano de odiar a muerte al vecino tuvo al final el efecto contrario al perseguido, cuando alguien inteligentemente y aprovechando el tirón de lo de moda que se ha puesto por aquí la fiesta yanqui del jalogüín, le dio la vuelta y lo aprovechó en su beneficio. Y además, no tuvo que hacer un gran dispendio, sólo añadir cuatro o cinco componentes en materiales no precisamente nobles.

Hablando de Cáñar, es éste el pueblo de la provincia con más ojos azules por habitante (proporcionalmente, claro), se lee en alguna web. Los bravíos y montaraces cañaretes tuvieron en tiempos pasados algún encontronazo con la Santa Madre Iglesia. Un cura párroco tuvo que salir de aquí por piernas y con la cara caliente, por lo que el pueblo fue excomulgado en su conjunto y la iglesia clausurada durante años. Así, al llegar últimos de julio, a falta de una imagen con su peana y sus andas, celebraban la festividad de la patrona sacando una estampica en procesión a la que rezaban esta peculiar jaculatoria autóctona: «Hermosísima Santana, / que fuites madre de Cristo, / indispués virgen y mártil / y endispués fuites obispo». O al menos eso se contaba en el pueblo vecino, éste en el que estamos.

Desde Soportújar y todo su tinglado brujeril emprendemos la vuelta a Órgiva, cuestión de una hora de descenso, que hacemos por el mismo camino de la subida con la variación de que ahora sí entramos en el minúsculo Bayacas y admiramos un mural en la pared exterior de lo que fue la escuela del pueblo; “el árbol de la vida” le llaman, y ha sido diseñado y realizado en barro cocido y esmaltado por los propios y escasos vecinos de la aldea, casi todos llegados de fuera de Andalucía y de España, que es un bonito retablo colorido en que cada hoja representa a un bayacanense.

Siguiendo el cauce del río Chico, más seco que la mojama -que se dice-, en poco tiempo estamos en Órgiva, en el punto de partida, donde nos espera un restaurante con cocina argentina y de nombre El Limonero. Un par de frías y ricas cervezas con sus tapas y sobre las tres de la tarde abordamos el autobús, que nos devuelve al Cubo en una hora. Otra feliz escapada. Los que asustaron del calor se lo perdieron. No fue para tanto.

 

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